lunes, 14 de septiembre de 2009

Mil disparos

¡Piii! ¡Piii! ¡Piii!… De esta manera me recordó mi despertador que comenzaba el día de las mil fotos imaginarias. Bueno, más bien medio día. No soy de madrugar en fin de semana. Tenía doce horas para sacar mil fotos, es decir, 83.33 por hora. Mi primera decisión fue prescindir de las décimas para no complicarme con cálculos.

Acribillé a fotos toda la cocina: el Cola Cao, el bote de café, el tazón de los Beatles, las sillas, el frigorífico, los Golden Grahams, al sonriente niño de las galletas Chiquilín…No dejé títere con cabeza. Tras comprobar que esta masacre no había producido ninguna foto decente decidí ir a darme una ducha para refrescar mi mente fotográfica y dejar a la cámara descansar después de tanto disparo fallido.

Ya en la calle comenzó una guerra sin cuartel. Disparé a cada coche, moto, viandante, árbol, paso de cebra, banco, cafetería, farola, mascota…He de reconocer que me resultaron difíciles las personas con perro, de manera que tuve que rematarlas con varias descargas más. Era la hora de comer y el sabor era agridulce. Por una parte estaba en tiempos: había cumplido en cuanto a la distancia y tiempo de la prueba. Por otra, no había ninguna foto que pudiera atribuírsele a una persona que ha hecho la comunión hace más de un año.

Mi madre consiguió con su grito despegarme de la cámara para comer. Pero no piensen que este momento pasó desapercibido para mi ojo. No. El instante quedó grabado para la posteridad en una imagen que transmite sentimiento y angustia a partes iguales. Sí, como “El grito” de Munch.
Ya a la tarde mis amigos me ayudaron a continuar con la incansable labor. Nos fuimos turnando la cámara de manera que cada uno liberó su espíritu artístico. La mejor la realizó Mikel. Una foto de un puente bañado por el color rosa y naranja del atardecer y por el que cruzaban tres personas de las que sólo se distinguía la silueta. Él valoró mucho este triunfo, pero creo que algo más la cerveza correspondiente.

El segundo premio fue completamente distinto. En primer lugar, porque el premio era simbólico. Y, por otra parte, por la composición. Cuatro enormes columnas caídas de fichas de póker rojas, blancas, azules y moradas sobre un tapete verde, provocando un auténtico arcoíris. Fue el anticipo y la metáfora de su derrota. Perdió todo.
Posteriormente, fotografié cada instante de la cena que tuvimos. De hecho, pasando las fotos rápidamente se puede obtener un vídeo de dicho encuentro. No sé si estas fotos resultaron artísticas, pero desde luego muy curiosas sí.

¡Pobre Cenicienta! Entonces comprendí su desdicha. A las doce se acababa su baile, y a mí se me acababa el tiempo para realizar fotos. Pero sólo quedaba una, y tenía muy claro cuál. Así que abrí la revista por la página 39 y allí me esperaba él, puntual a su cita. Tras agradecer a Pelé su pose y esa sonrisa infinitamente blanca, dejé la cámara. Se lo merecía, él inventó este día.

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